El 13 de julio de 1573 se dan en Segovia las “Ordenanzas de Descubrimientos y Poblaciones” redactadas por Juan de Ovando. En ellas se pide a los descubridores, tanto a los que van por mar como por tierra, tomar nota de lo que
“vieren y sucediere y hacer descripción de ello, poniéndolo en un libro. Y para mayor seguridad y averiguación lo lean diariamente a los que le acompañen, para corregirlo o añadir lo que supiesen, teniéndolo todo bien comprobado”.
Después se entregaría a la Audiencia que les había dado licencia, la cual lo remitiría al Consejo. Estos datos los podía solicitar el cronista en virtud de la Ley III, título XII de las Leyes de Indias.
Necesidad de informar sobre América
Era de interés prioritario para la Corona disponer de información sobre América para poder legislar en consecuencia y disponer según sus intereses.
Pero esta información debía ser rápida, completa, plural y fiable, por lo que se pidió incluso a los pretendientes a cargos públicos que diesen informes sobre Indias y se invita a los presidentes de las Audiencias a informar sobre los aspectos más interesantes…. Y, además, a los particulares, a todo el que va a América, con la conciencia de que al tiempo que deja constancia de sus acciones y defiende sus intereses, está prestando un servicio a la Corona. Es, pues, necesario escribir América.
“Que la correspondencia con las Indias sea libre y sin impedimentos”
ordenaba Carlos I en una disposición del 11 de enero 1541. A partir de entonces, empezó un flujo vertiginoso de documentos que describe así José Mª de la Peña y Cámara (Archivo General de Indias de Sevilla. Guía del visitante, 1958):
El descubridor, el poblador, el fraile, el jesuita, el encomendero, el arbitrista, llenan incansables folio tras folio, en los que narran, piden, proponen, reclaman, protestan, se agravian, en juicio o fuera de él, ante toda clase de autoridades, hablando a todos, y al rey el primero, con una franqueza, una energía y una libertad de expresión, que hoy nos resulta extraña y desusada, excesiva para nuestros democráticos oídos modernos.
De esta forma, disponemos hoy de un rico y variado material que sirvió a la Corona para tomar sus decisiones y que hoy nos sirve a los investigadores para escribir América.
Me fascina el trabajo de estos reporteros, dando cuenta de todo lo que ven, oyen, huelen, prueban y tocan en un mundo nuevo para ellos. No sé si fue Phillip K. Dick quien dijo que, en el siglo XX, cubiertos todos los espacios en blanco que quedaban por cubrir en el globo terráqueo, el único viaje de descubrimiento posible era el que llevaba al conocimiento profundo del ser humano. Y en un cuento precioso de Michael Ende, «El final de un largo viaje», su protagonista se lamentaba de que ya no quedaran lugares por visitar en el mapa, y no encuentra otro remedio a su pena que instalarse a vivir, literalmente, en un castillo que alguien había pintado en un cuadro. Puedo imaginar la emoción que sentían «el descubridor, el poblador, el fraile, el jesuita, el encomendero, el arbitrista» con cada novedad que les regalaba su viaje, y la pasión con la que llenaban folio tras folio, temiendo, quizá, que algo de lo que acababan de vivir se les pudiera perder si no lo anotaban rápido. Y me pregunto cuánto de lo que encontraban lo anotaban tal y como era, y cuánto era producto de su imaginación o de su interpretación, como los famosos desiertos que describía Marco Polo, cuyas dunas con la intención (esto me parece estremecedor) de confundir y perder a los viajeros.